Y a mi, que coño me importa.

Publicado el 26 de marzo de 2025, 15:05

¿Y a mí qué coño me importa?

Esto ya lo vivieron los más viejos cuando llegó Gutenberg con la imprenta, o cuando el estenógrafo y grabador español Francisco de Paula Martí, a comienzos del siglo XIX, inventó la estilográfica. Ni qué decir del señor Leo Gerstenzang, inventor polaco-estadounidense que creó los mondadientes en 1923. Antes de este genial invento, la higiene bucal ni siquiera se contemplaba.

La historia de la humanidad está llena de episodios que, siendo una repetición de la misma histeria popular, llevaron las manos a la cabeza del público acodado en la barra de una taberna —o más recientemente, un bar— para despotricar sobre las modernas y generalmente "diabólicas" invenciones que algún loco genial ha aportado a la humanidad. Todo esto nos aleja un poco más del rascado sistemático y aburrido del sobaco de un mono. Y eso que adoro a los monos, quizá incluso más que a los humanos.

Inventores geniales han creado magníficos adelantos como el papel higiénico de doble capa, el antiácido, el preservativo (que permitió a los cerdos conservar sus intestinos, pues antes se fabricaban con ellos), la radio-televisión —que ha servido para alternar con la barra del bar— y la máquina de escribir. Esta última, junto con Gutenberg, dejó sin trabajo a los monjes miniaturistas del Nombre de la rosa, quienes hoy podrían dedicarse a la horticultura en patios interiores o a amenas conversaciones con el creador.

También están aquellos señores que inventaron el celuloide, la fotografía y el cine; los músicos-ingenieros que crearon la Fender Stratocaster; Dante Giacosa, quien diseñó el Fiat 600; o los genios detrás de la gaseosa, los churros y el bocata de pan con chocolate.

Vale, siempre están inventando cosas. ¿Y qué? ¿Qué más da? Bueno, pues ahora toca enfrentarse a los de la inteligencia artificial. Tirémonos de los pelos hasta que otro de estos genios invente algo aún más escandaloso.

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